....................................... Viaje al interior de una expedición

jueves, 31 de enero de 2019

Polacos 92, lejanos .....

Hoy vivo un aniversario poco trascendente pero importante. El 27 de enero de 1992 el sol me sorprendió, abracé la montaña una vez más aunque amanecí en un gélido vivac a unos 5900 metros del Aconcagua, luego de la intensa nevada que el 26 me acompañó desde algún lugar cercano al Campo 2. 
 
A las 3 de la mañana del 26 comenzó mi jornada junto a Jorge B. con quien pretendíamos realizar el ascenso de la Ruta Directa del Glaciar de los Polacos. Mi acompañante había logrado hacerme creer que era un rudo escalador y superó mis defensas debido a mi entusiasmo, ya que otros dos invitados se habían negado a acompañarme. Con él, prácticamente, convivíamos desde principio de diciembre en Plaza de Mulas. Una vez que comenzamos la marcha me sorprendieron las dificultades que observe en su capacidad de mantener el ritmo que a mí me parecía apropiado en aquellos andares, demoramos muchísimo, habíamos comenzado el 24 y solo pudimos llegar a la parte alta de Nido de Cóndores, el 25 cruzamos rumbo al este, por las rocas amarillas hacia lo desconocido, en esos años no había nada de transito por esa ladera, ahora sí, y no alcanzamos el Campo Dos, se nos hizo tarde, nos detuvimos infinitas veces, él llevaba muchas cosas en la mochila, muchísimas, tornillos para hielo, estacas y comida, pero mucha; más o menos tres kilos de frutas secas entre almendras, nueces y otras que aun no les sé el nombre pero si el precio y eso eran los tentempiés. Acampamos tarde, con el sol detrás del filo que separa esa vertiente del refugio Berlín y la ruta normal. La nieve caía en ráfagas, no teníamos ningún pronóstico serio y lo único que supimos es que el 26, el tiempo estaría inestable y que varias expediciones guidas intentarían la cumbre desde el refugio Berlín.
 
Nos despertamos a las 3, calentamos agua. Nos sobraban sobres de “out meals” y liofilizados que, entre sonrisas de complicidad, Jorge sacaba de una bolsa que tenia a los pies de la carpa, yo comí muy poco, estaba bastante asustado, no había nevado pero tampoco había parado de hacerlo durante toda la noche, la brisa había impedido que se acumule, la escasa pero alarmante precipitación. Al borde de la carpa, formando una capa sobre las piquetas, estacas y crampones que estaban afuera, lo blanco; gobernaba el paisaje. En medio del desayuno, extenso por cierto, me confesó que no sería parte del intento, insistí y lo convencí y a las 5 empezamos a ponernos las botas, muy tarde ya, habíamos conversado demasiado. Minutos antes de las 6 salimos, el piso helado guardaba en sus irregularidades la nieve recién caída y la vista era de un centenar de metros, las alturas del Aconcagua habían sido conquistadas por las nubes, seguramente aprovechándose de la noche. Luego de unos quince minutos nos detuvimos, Jorge sacó jugo, exactamente Isostar, bebió y reflexionó acerca de la importancia de la hidratación, seguramente para contradecir lo que, sin emitir palabra, decía mi rostro y mi postura, callé, aunque me costó mucho.
 
Perdimos ritmo como si el Isostar hubiese estado adulterado, me acordé de mil cosas, sobre todo de una historia que me había contado Alfredo Rosasco de un calvario en el Daulagiri, un calvario por falta de fortaleza física y raquitismo moral.
 
Frente a nosotros, la montaña se elevaba hasta perderse en las nubes cada vez más negras, es decir unos trescientos metros, solo veíamos la parte baja del glaciar de los Polacos, el piso escarchado, lleno de pozos de unos treinta centímetros era difícil, molesto para caminar, luchando para conseguir un ritmo aceptable miré atrás y lo vi muy lejos a Jorge, lo esperé indignado, ya no podía ocultar mi enojo y fui duro con él, le sugerí que no alcanzaríamos la cumbre a ese ritmo, eran como las 6:15 o más, y en mi ofuscación ni tuve en cuanta el desmejoramiento del tiempo, se excusó y repitió su decisión de volver, ahora no intenté convencerlo, lo increpé de mala manera, al punto que le sugerí que no volviera a contar sus habituales historias de escaladas extremas cuando yo estuviese presente, porque lo desmentiría, pondría en evidencia que se había acunado en el Polaco. No nos despedimos en buenos términos y esa sórdida discusión fue motivo de una larga enemistad. Le pedí que se lleve todas sus cosas y si quería que también se lleve unas estacas que habían quedado al lado de la carpa, que no deje comida, pero si la cocina para hacerme agua, que se fuera a la mierda por cagón y una sucesión de palabras de las que me arrepentí cuando me cedió su botella de Isostar, ya que yo no llevaba ningún liquido, solo un paquete de galletitas Santiveri. Y una bolsita junto al equipo de vivac que no sabía bien que contenía ni cuanto tiempo llevaba allí, aunque en esos años mi actividad no les daba tiempo a vencerse, porque los vivacs eran como mi karma.
Lo vi perderse en la nube, se lo tragó el gris rotundo de un día que sería terrible, pero no reaccioné, solo pensaba en que debía ir hacia arriba y la furia embebía todas mis neuronas, creo que si hubiese tenido suficientes explosivos hubiese derribado el Aconcagua esa misma mañana.
 
Como de costumbre no tenía demasiados datos, pero la montaña siempre juega cartas sin lógica ni sentido y así a veces tiende trampas magistrales. Al tiempo que dejé atrás la escarcha y la irregularidad, comenzó a inclinarse el piso y con cada grado de inclinación las dudas se apoderaban de mí, aunque no quería volver por nada, menos dar el brazo a torcer luego de lo dicho a Jorge, prisionero de mis palabras empujaba los limites, allí en medio de la nada y absolutamente solo. En un abrir y cerrar de ojos las nubes me permitieron ver el paso de roca de la directa, Daniel Pizarro me había hecho una descripción detallada de ese lugar y de la importancia de escalar esa roca para cumplir con el recorrido original que da nombre a la ruta, ruta Directa de Polacos, si lo esquivas dijo, es la ruta indirecta, el camino de las colegialas y los maricas, porque eso se podía decir sin arriesgarse a nada en aquellos años. Continue animado por esa visión fugaz, viendo muy poco escuché voces y me tranquilicé un poco, grité fuerte pero no recibí respuesta, en la misma medida que puse atención para escuchar esas voces empecé a tomar conciencia que desde la madrugada nevaba cada vez con más intensidad y lo que había sido piso, ahora casi era pared, la inclinación en aumento según lo previsto ponía pimeita a la jornada y me gustaba el hecho de tener que usar las piquetas. Cada tanto, cuando la tormenta lo permitía, veía que chorreaban como cascaditas de nieve por los contrafuertes rocosos que tenía arriba y a la derecha. Cuando tuve a la vista el contrafuerte rocoso ya era el medio día y me apuré a llegar porque se deslizaba mucha nieve por la pared, corrían como arroyitos y estaba escuchando y siguiendo atentamente unos truenos desde hacía un rato, tratando de descubrir si se trataba de la tormenta eléctrica, lo que de verdad me asustaba o eran avalanchas que se desprendían al costado o tal vez en la pared sur que queda atrás de esa vertiente, lo que fuera, era lo suficientemente fuerte y grave como para poner la alerta máxima. Alcancé la roca y me acomodé en un hueco entre la piedra y el hielo de muy mala calidad, acurrucado pensé que debía comer algo, ese algo eran unas galletitas, las saqué y al quitarme los guantes percibí que estaba de verdad frio, no había pensado en eso, había pensado poco realmente. No recuerdo si comí o no las galletitas, cinco minutos después ya no lo recordaba. Así embutido en ese hueco entre el hielo negro y sufrido y la roca colorada y fragmentada que me desafiaba, me alcanzó el trueno, de pronto tuve clara idea de que se trataba, porque las cascaditas de nieve se habían hecho cada vez más frecuentes y más nutridas, no vi mucho más porque en cuanto se oscureció cerré los ojos para no ver a la muerte, todo lo contrario que se espera de un valiente, pero ese ruido, el viento increíble y la oscuridad pudieron más que toda la preparación que había tenido hasta entonces. Estar asustado no reflejaba mi situación, estaba cagado de miedo, cagado y meado. Así como llegó se fue, silencio y luz otra vez, solo escuchaba mi respiración y dentro mío el corazón se había apoderado de todo, todo palpitaba, tal vez como una comprobación que otra vez estaba vivo después de una catástrofe, no tuve mala suerte, me encontró en el mejor lugar posible.
 
No me cabían dudas, empecé a escalar la roca, recostada unos grados de la vertical, en un valle con sol y amigos cualquiera la sube en malla y saionaras, pero eso era un escenario muy hostil, al que se sumaba la posibilidad de ser atrapado por una de esas avalanchas en el medio de la roca con tenía ganatizado un viaje hasta el Campo Dos, unos setecientos metros más abajo. Lo que me animaba era que el Pampero Pizarro me había dicho: una vez que pasas las rocas queda una rampa inclinada y llegas al filo y se pierde la inclinación hasta llegar a la cumbre, eso era muy alentador, usé bastante las piquetas en la roca, cosa poco habitual en aquellos años, pero no perdía la esperanza de encontrar algún resquicio de hielo entre esas rocas, no lo encontré, y aun así no tuve dificultades en superar esos treinta y tantos metros, cuando estaba en lo último, llegando a un descanso, puede ver la pendiente que me habían mencionado y también escuche otro trueno, me tiré al piso y me enrosqué agarrado a las piquetas, esperé, esperé el golpe, solo el viento me sacudió con una cachetada de nieve polvo que golpeó mi cara y se metió por el cuello de la campera, no vino ni la oscuridad ni el gran vendaval, había ocurrido en algún lugar cercano, me incorporé, reí, y aceleré todo lo que pude, me propuse a mi mismo volver a comer al llegar al filo porque fue ahí que supe que no me acorvada si había logrado comerme o no las galletitas vascas esas, sentía el sabor en la boca, pero el miedo era más grande.
 
Acometí la pendiente como la batalla final, me sentía muy bien y sobre todo perseguí la promesa de seguridad del filo somital que me llevaría a la cumbre y desde allí a la ruta normal que no ofrecía ninguna dificultad para mí en aquel día.
 
Aun no alcanzaba el punto álgido de la pendiente de unos 60 o 65 grados, cuando no pude controlar la respiración y el vomito ganó la partida, no tenía mucho que vomitar pero estuve unos minutos retorciéndome y bien agarrado de las piquetas, recuperé las pulsaciones, me limpié la boca con nieve y seguí para arriba, entusiasmado. De pronto vi varias cosas lindas a la vez: estaba en el comienzo del filo, un segmento de la pared sur, el cielo y las nubes por arriba, aunque en la dirección a la cumbre se arremolinaban unas bien negras. Paré, me saqué la mochila y me senté sobre la nieve, me sentía bien y estaba un poco eufórico, pensaba que lo difícil y peligroso ya estaba y ciertamente lo estaba. Saqué el Isostar que Jorge me había dejado y lo tomé, saqué las galletitas otra vez pero no pude comerlas, me paré y seguí porque eran casi las 17, no tenia apuro ya, a los pocos pasos otra vez las nauseas, chau Isostar, me retorcí un poco y seguí, ya caminaba, la nieve era muy profunda pero no costaba abrir la huella, tan polvorienta, era como un espejismo y abajo la nieve más vieja ofrecía buen piso para mis pies. Veía claramente la cumbre y disfrutaba el hecho que las nubes bajaban. Cuando llegué al lado de la cruz eran las 18 horas, pensé; doce horas para esto, que lentitud. Tomé unas fotos a mí mismo, actualmente selfies. Sostenido por años de entrenamiento y preparación sabía que me quedaban muchas reservas, me invadía la alegría y una gran satisfacción de haber completado en solitario la Directa, a dos meses de haber sido el primero en subir solo por la colada Mazoldi del Lanín, que sin ser una gran ruta, es la más prestigiosa de la provincia de Neuquén. Como había cambiado de estado de ánimo varias veces ese día: furia, miedo y al fin alegría, mi atención, esclava de esos estados, no estaba en buen estado para operar en semejante adversidad.
 
Cuando reposé un poco, comprobé que no habían huellas en la cumbre, ninguna, si alguien hubiese estado allí ese día debía haber sido varias horas antes. Comencé el descenso y cuando doblé para salir de la cumbre e iniciar la bajada de la canaleta observé que allí tampoco había huellas, luego más calmado reflexioné sobre la situación, sobre todo, porque tenía muy presente que un poco más de una año antes, había bajado desde allí hasta Plaza de Mulas en dos horas y media. No repetirá ese tiempo, sin huella y con nieve tan profunda las piedras sueltas, huecos bastante grandes entre las rocas, secciones de hielo y mas piedras sueltas eran motivo más que suficiente para tener el mayor cuidado, una fractura u otra lesión, con esas condiciones de tiempo eran casi una muerte segura, me detuve, y me propuse bajar lentamente, aunque demorase mucho, ya no encontraba peligro en la tormenta, mientras pudiese moverme y además todo indicaba que las nubes se dispersaban más que concentrarse. Demoré una hora en bajar hasta la cueva donde el camino gira hacia la derecha en dirección al peñón Martínez, allí entre unos rayos de sol que alumbraban la travesía distinguí una persona y su huella, pensé que era la hipoxia que jugaba conmigo, pero no, un poco más abajo, casi en las ultimas rocas que hay a la izquierda cuando se baja, nos encontramos, me dijo que se llamaba Dimitri, que era griego y que alcanzaría la cumbre a como dé lugar, le desee suerte, le ofrecí Isostar, lo recibió, tomó unos sorbos, estaba muy cansado, un tipo alto de cabello largo y negra barba, con un goretex rojo, nos despedimos a secas, se fue y me quedé con el Isostar en la mano, lo miré irse y pensé: esta noche se lo lleva el chanfle. Volví a lo mío, me concentré en esa bebida con electrolitos y no sé qué cosas más que contenía según me había dicho Jorge a la mañana, la miré un ratito y ahí mismo la tiré, sobre la nieve pintó una mancha verdosa, eso fue todo lo que quedó del Isostar y como había vuelto la furia también revolee la botella, porque tengo que andar cargando estas mierdas? pensé. Miré por última vez al griego, usé su huella pero seguí bajando despacio, si no hubiese tenido la carpa carca del Campo Dos, al otro lado de la montaña, ese día me hubiese matado bajando por el congelado gran acarreo. Poco antes de las 22 alcancé el refugio Berlín, grité, grité y silbé, Gabriel Cabrera salió a mi encuentro junto con el Mata Guanaco, quien es? preguntaban en medio de la oscuridad más absoluta, yo grité otra vez: lo que queda de Toni, dije. Se rieron y me convidaron sopa y té caliente, me revivieron, los abracé como nos abrazamos los hombres de montaña, con mucha ropa, les agradecí y les conté mi situación, no había lugar por allí y seguí bajando unos metros, no mucho porque al otro día debía ir a buscar la carpa que suponía que estaba al este de ese lugar más o menos a la misma altura.
 
Las nubes dieron paso a las estrellas, solo el viento movía la nieve de un lado a otro, como escoba en manos de un inexperto que mueve el polvo pero no lo lleva ningún lado, busqué el reparo de unas rocas y preparé lo mejor que pude el vivac, me desajusté la ropa y me saqué las camperas un ratito, para sentir el frio y secar un poco la ropa, busqué unas medias secas y unos guantecitos que eran de mi sobrina Soledad, después me senté arriba de los plásticos de las botas, metí las piernas en la mochila, como me había enseñado Rosasco muchos años antes, saqué la bolsita de vivac y repartí las pasas y unos caramelos de dulce de leche en diez raciones para las horas que separaban las 23 de las 5 de la mañana, pensaba mantenerme despierto, porque las estrellas brillaban cada vez más y eso anunciaba que estábamos muy bajo cero. Me fui durmiendo de a ratitos, cantaba Escuela de Calor de Radio Futura: “Arde la calle al sol de poniente, Hay tribus ocultas cerca del río Esperando que caiga la noche”, estaba helado, temblaba y a la vez estaba muy satisfecho, celebraba el haber llegado hasta ese lugar, agradecía todo lo que había pasado y que no dependía de mi para poder estar cantando a las 2 de la madrugada a casi 6000 metros cagado de frio , claro, los vivacs no son escuela de calor, pero sí de vida y mientras disfrutaba cada segundo, cada pelea con los copos de nieve impertinentes que se querían colar por mi cuello o que atrevidos se metían dentro de la mochila, la Outside Baltoro que me proveía mi sponsor de entonces, Gustavo Glikman de Ouside. Después la luz de las estrellas, la hipoglucemia o sepa que cosa me trasladaba semi despierto a otros tiempo, otros escenarios, como cuando miramos la publicidad en las estaciones del subte y va muy rápido. Miré la hora y en un rincón del reloj vi que era 27 de enero, el cumpleaños de mi hermanita Margarita, parecidas a las cascadas de nieve de la mañana se derramaban los recuerdos y ellos también tenían su trueno, porque había cascadas de alegría, de encuentro, pero también había de tristeza y desamparo, de las lagrimas que derraman los inocente exiliados, de la perdida y el buling y todas esas cosas malas que ni nombre tenían cuando nos pasaron. El vivac es como una onda, cuya única cosa inexorable es el presente por eso volvía a pelear con la nieve, a seguir con: “Esa paloma sobrevuela el peligro, Aprendió en una escuela de calor”. Y una vez más aparecíamos con Margarita en la Patagonia vieja y dura, debajo de unos cables de luz que el viento hamacaba, yendo de la mano a algún lado, empujados por el viento que mueve la tierra como una escoba en manos de un inexperto, sin llevarla a ningún lado. Todo guarda relación en esos estados alterados de la mente y el alma, en esas noches de horripilación forzada, hipoxia y ensueño. Así estaba cuando alguien que pasaba por ahí me despertó con un jarro de chocolate caliente, eran las 4:30 de la mañana del 27 d enero. Permanecí en el hueco mientras de a poco la luz despejaba el cielo de estrellas y dejaba paso a algunas nubes juguetonas que se peinaban en los filos y rocas majestuosas de Aconcagua.
 
Me levanté, acomodé mi ropa, me estiré, salude gringos y criollos que se movían y discutían si seguir o no. Me puse la mochila y subí unas rocas en dirección al Este, hasta que me dio el sol de lleno en la cara y sentí como llegaba a mis huesos esa luz poderosa y sanadora de todo lo que la noche había hecho conmigo, la luz hace olvidar el dolor y es alimento del perdón, porque la noche muchas veces trae esos recuerdos que para no ser traumas y resentimientos necesitan la medicina del perdón. Destrepé las piedras y me orienté lo mejor que pude, caminé un buen rato hasta encontrar la carpa, allí estaban las estacas y todas mis cosas, las junté, comí las galletitas medio molidas que habían subido el glaciar y también lo miré, porque se veía casi completo. No vi a nadie en ese lado de la montaña y junté todo rápido. Estaba bien cargado pero menos que otras veces, caminé demasiado hacia abajo y tuve que remontar unos cuantos metros para llegar a Nido de Cóndores, subí rápido, allí me encontré con Robert, Jon e Iñigo, seguí para Plaza de Mulas y quedamos para vernos. Tomé impulso y casi corría cuesta abajo. Miré el campamento desde arriba cuando aún las carpas se veían chiquitas, aceleré más, pensé que debía encontrarme con Jorge, que papelón, las cosas que le había dicho. Caminé por la calle del medio del campamento y al llegar a la carpa comedor de Andesport estaban afuera las mochilas de Daniel y Pampero Pizarro, los vi y les pregunté a donde se están yendo? A buscarte a vos guevón respondieron como un coro. Me dijeron que desistieron cuando un guía les había dicho por radio que me había visto vivito y coleando. Nos abrazamos y Daniel me dijo que desde ese momento me consideraba un verdadero alpinista, se lo agradecí y le dije que sus datos me habían servido mucho. Entré a la carpa, Jorge comía galletitas y nos cruzamos miradas llenas de desprecio, salí, miré las nubes que formaban extraños sortilegios en la cumbre del Cuerno y otras que se arrastraban por la ladera colorada de Aconcagua como subiendo a Nido de Cóndores y salí buscabdo escapar del inexorable encuentro. Después todo fue fiesta y descontrol, si, celebramos hasta que se termino todo lo que nos separase del estado normal y terrenal. Así fue ese día que hoy recuerdo con tanta nostalgia, saudades como dice mi amigo Alejandro Cinquegrani, saudades que es recuerdo sin implicar tristeza.